La palabra, ámbito hacia lo humano

En el ámbito de la conciencia del hombre entendida como reunión, la palabra es lo que da acceso. Conserva aún, in potentia, todo su poder sagrado. ¿En qué sentido? El poder de la resonancia, de inaugurar un ámbito.


No se puede poner puertas al campo

Lo primero que habría que decir (frente a quienes creen en la fuerza como límite) es que la conciencia humana no acepta ninguna clase de límites y que en su esencia tiende siempre a desbordarlos (precisamente, la gran contradicción humana radica en esa insoslayable ausencia de límites y en la igualmente insoslayable presencia de entropía). No teniendo límites, la conciencia posee sin embargo la posibilidad de representar todo límite. De ahí que el poder (la tergiversación por excelencia) trate siempre de inclinarla hacia el sueño pesado de la violencia. Pero la confusión no ha comenzado hoy, y por tanto no puede pretenderse encararla como un mal de hoy. Tanto la conciencia como la palabra que es su hipóstasis padecen de un equívoco más antiguo. Sólo la palabra abierta sin límites a lo otro puede liberarse y liberar a la conciencia de este equívoco, que es la base de toda territorialización y de toda violencia.


El foro, antes y después del advenimiento de la electrónica

Hoy más que nunca es preciso, pues, devolver la palabra a la palabra. Prohijar y suscitar, no la palabra estentórea que dictamina, sino la palabra abierta al otro que se desliza entre y más allá de los condicionamientos políticos y culturales. Cambiar el signo a la seña. Decir allí donde la garganta está amenazada de estrangulación, pues el homo sapiens es sobre todo un hablador. Hablar, decir. No dejar de decir lo otro, lo incorrecto, lo humano. Todas las posibilidades se vuelven útiles aquí, desde el boca-oreja hasta el foro virtualmente sin límites de lo electrónico. Y sobre todo, no dejar de pensar, no impedirse pensar, no callar en el interior, pues es ahí donde reside la peor de las censuras. El foro tiene que estar primero dentro, en la cabeza del sapiens hablador y vagabundo que ríe de las fronteras y de su hermano convertido en otro por obra y gracia de la autocensura. Debemos comprender que para acabar con la censura concreta que nos abyecta infinitamente, debemos ser capaces de acabar con la censura en sí, con la máscara fantasmal que nos han puesto desde temprano sobre el rostro (como actores en un teatro ajeno), previniéndonos contra el otro, creando al otro como un peligroso muñeco de masilla.

El foro, pues, somos (tenemos que ser) nosotros mismos. A partir de ahí, todo puede servirnos.


El nacionalismo como una costra

Del mismo modo, es preciso comprender que el nacionalismo no empieza por ser el emblema de una etnia determinada, sino que es sobre todo la fabricación de un nosotros territorial (de una “nosostridad” que divide bajo el pretexto de conservar una homogeneidad o estatus). Quizá creamos que podemos resolver el problema luchando contra un nacionalismo concreto, pero esto es sólo una ilusión. El verdadero nacionalismo es el del hombre-nación, el hombre-odio, el hombre-límite. La palabra humanismo señala la presencia de una falta. Lo que falta (y que la palabra humanismo denuncia) es lo humano mismo.

Deberíamos, pues, abrir las puertas al foro de lo humano despojado de todo mito. Pero, para que lo humano deje de mencionarse, es preciso deshacernos de lo inhumano (que es, hoy por hoy, casi todo). La primera y básica violencia (lo primero y básico inhumano) es la violencia (la costra) de la ignorancia. De la ignorancia que quiere ignorar para mejor entregarse a la soberbia de la segregación. Todos los nacionalismos concretos pueden remitirse a esta ignorancia voluntaria y básica. La costra del nacionalismo es la propia máscara pétrea del hombre segregante. La conciencia paralizada por la ilusión del límite, seducida, hipnotizada por el sueño de sangre del poder. Pues eso y no otra cosa es la “nosostridad” nacida de la ignorancia del origen: el sobrenombre o enmascaramiento de la polaridad básica del poder, que articula el mecanismo perpetuo de la violencia, tanto hacia dentro como hacia fuera (de un lado, los amos; del otro, la masa).

El hombre-masa es el hombre fascinado por el poder que ha internalizado la censura (que ha asumido completamente la otredad al abyectar infinitamente al otro). Creando al otro (asumiendo lo otro como infinitamente abyecto) se ha vuelto él mismo infinitamente otro. Creyendo saber, se ha vuelto sólo un órgano del poder, pues el conocimiento se alza sobre la ocultación de la ficción que es su esencia (su insoslayable “otro”). Todo nacionalismo (toda “nosostridad”) se constituye de malas ficciones. Debemos buscar la raíz, lo que significa practicar una suspensión de lo adquirido (de la mala escritura de la ignorancia) para que, en la apertura así surgida, podamos ver sin las legañas segregantes y accedamos sin coartadas a lo humano (donde no toman parte ni lo artificial ni lo natural), y así lo humano pueda descansar al fin de su palpitación infinita (no hay hombre hoy que pueda poner la cabeza tranquilo sobre la almohada).


Ámbito y palabra

Pero, ¿cuál es el ámbito que inaugura, que crea la palabra? Hay la gran tentación de decir que es lo “humano”, pero lo humano ha sido siempre, para mal, lo aún por definir. Siendo el nombre lo que da el poder al poder, lo humano ha estado siempre acompañado por esa sombra, y el ideal enhebrado por la violencia. Pero hay algo magnífico en que lo humano aún esté por hacer, y es la posibilidad de aceptación sin límites contenida en esa apertura. El vagabundo, el hablador, vive en esa apertura, que pone en duda todo lo decretado y quiere oír siempre una palabra nueva, ver rostros nuevos, sentarse a una nueva mesa. La apertura del oído (que es apertura del ser) deroga la violencia en pos de una curiosidad insaciable. Así, no sólo debemos ser capaces de hablar sin censura (más allá de la censura), sino también de oír. No debemos aceptar, ni la censura externa, ni la interna, pues el diálogo abierto y que abre, la escucha abierta y que abre, es lo propiamente humano (iluminado-iluminador, dispersador de sombras). El sueño sin la pesadumbre oscura de la ignorancia.

Hablar (y oír), entonces, no es sólo nuestro deber en tanto hombres históricos, portavoces de un territorio (así sea el de la justicia), sino el acto soberano por medio del cual podemos devolvemos a nosotros mismos lo humano en tanto aceptación sin límites, en cuanto transparencia.


Feldafing, 12 de mayo de 2003


(Escrito para la publicación
El poder de la palabra)

Creative Commons License
A menos que se indique expresamente, todo el contenido de este blog (incluyendo textos, dibujos, fotografías, archivos de audio, y cualesquiera otras creaciones originales), está protegido bajo una licencia de Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 3.0 License.