Quantum (fragmento)

No quería darme cuenta de que era el fin. No quería darme cuenta de qué era el fin. No quería darme cuenta de que el fin ya había pasado (como un letrero junto al que se pasa veloz en la carretera). De que lo imposible ya había sucedido. Todo prodigio, una vez desentrañado, se me hacía indiferente, y los contagios del éxtasis siempre me habían dejado insensible. (Era un estado que oscilaba entre la curiosidad y la risa; a la vez cómico y grotesco, pero sobre todo un sucedáneo de lo Incomprensible, ahora, por inequívoco, inalcanzable.) Es que yo mismo estaba muerto. Digo realmente muerto (y aún lo estoy). Por lo demás, el estado de muerte es infinito. (¿Pero qué significa infinito?) Y ahora pienso que sólo puede escribirse con esa lasitud, ese vacío dejado por los paraísos artificiales con que se rellena el Gran Vacío del laboreo continuo, del parloteo incesante, de la Gesticulación infinita.

Escribir entonces «no importa qué». ¿Escribir a cualquier precio? Verdades parciales dentro de verdades parciales. Porque la escritura nunca está en el acto de la escritura. No en la cabeza (oh cabeza) ni en la lettera, incisa y calamitosa. Pero la lettera es siempre el afuera: el desafuero. La escritura entonces no está en ninguna parte (campanas al vuelo). Y así sólo el estado de enfermedad (la ambigüedad) podría dar cuenta de ella. Estado permanente, pero que sólo se revela en el instante azaroso: en el Momento (momentum). En la doble vuelta de tuerca del Eterno Retorno. El instante hundido en el instante en el que Œdipus trasoye y palpa en el mediodía las capas geológicas y quitinosas de lo destinado a desaparecer. En el que ve con sus binoculares cóncavos el forro de amianto del olvido. Los mudos alambres que intentan y vuelven a intentar la tarea exorbitante de configurar un rostro.


¿Era por eso que me atraía tanto la cantidad, la cantidad en-sí, el pequeño abismo? (Pequeño como puerta, como guiño de lo oscuro en subdividido cristal donde el rostro era doble y la mirada era única: el labio helado de lo amado-muerto, de lo subvivo, intocable, intraspasable.) La máscara fría de la metáfora, ni perseguida ni sobrepasada. El pequeño abismo —digo, diría— que se abre y se cierra como un diafragma: la magnitud, el quantum. (Allí pues donde el cerebro, objeto físico o campo, red pura, informidad acaso puntiforme, se aproxima al cono.) ¿Era esto pues lo que me atraía (atrajo), lo que yo no veía porque lo había estado mirando desde siempre, porque lo había visto demasiado? El exilio del ojo. ¡Y aún el ojo estaba allí, como testimonio supremo de la ausencia del ojo! El deseo como prueba insuperable de la ausencia del deseo. Las repeticiones, además de ser la consecuencia lógica de la seducción y la irresolución, son también el testimonio de una corrupción que incluye y al mismo tiempo excluye la caída. En medio de los sueños paralelos se alza el interregno portentoso que hace regolpear al cadáver y que impulsa (como las olas de un océano invisible) todo regreso, precipitándolo en la sonrisa socrática de una metamorfosis no nombrada y de un saber-poder oculto (en los días y en los días). Mirando al sol sin gafas en medio de la multitud jubilosa, he ahí al erecto putrefacto, próximo al paso develatorio que nunca dará, porque un deseo o eidos más antiguo lo retiene junto a los glóbulos coloreados de la noche doblada leptosomáticamente sobre la noche, hasta cubrir el territorio enigmático con su sonrisa de sacudido, como si estuviera estableciendo sin quererlo (¿sin saberlo?) el paradeigma o carta magna que habrán de seguir con exactitud los lívidos portadores de escalpelo.

Es que no se comienza a escribir en realidad hasta que no se arriesgan los dones. Hasta que no se pierden y se pierde uno a sí mismo como en una hora que no tiene lugar, en la que lo sagrado mira con un ojo perplejo al perplejo que lo mira con el ojo paleontológico del elefante. Y ambos se vuelven entonces como oscuras manecillas de reloj que han desertado del cuadrante para encontrar una libertad que se niega a toda libertad en razón de un insaciable afán devorador de todo espacio.

Era preciso, pues, que me perdieras y te perdieras. (Y no simplemente que comprendiéramos que estábamos perdidos de antemano. Toda contemplación hacia allí se dirigía. No era lo que podían o no podían decir las palabras, sino el ritmo, el penduleo desequilibrante de la cabeza.) Escribir, escribir a todo precio. Ahora sí y ahora no, como en un oráculo sin textos ni claves. Porque todo (incluido el honor) está(aba) perdido. Lo noble y lo digno no eran más que invenciones, y obviamente no las más interesantes. El equilibrio, la belleza (oh: siempre alguna forma de equilibrio cuando se trata de la belleza, siempre alguna forma de belleza cuando se trata del equilibrio), es aquello mismo que nos esclaviza porque nos otorga la ilusión de la inteligencia y el decoro suficiente de la victoria (de la única victoria). Que avancen pues con menudos, con minuciosos pasos crepusculares las arañas. Que tejan, que tejan su roja red de rocío debajo de las piedras. Que alcen en la humedad sus orificios bucales con infinitas ruedecillas dentadas, con labios violentos de comensales fríos frente al impresionante murmullo de las langostas. Ya el fin pasó (aunque no se puede decir que haya sido visto), y los que hablan simplemente balbucean, con ese susurro ligero de la hierba al paso del desterrado cuya barbilla se hunde en el pecho como una atónita pirámide de hielo. Pero el fin (que ya pasó y que está aquí, que todavía está aquí, que es el Aquí) no es devastación, ni subdivisión, ni exterminio. Todo ha desaparecido, es cierto. Pero todo, al mismo tiempo, está más en su sitio que nunca, como la perspectiva fantasmagórica y tangible alzada contra el azul en una especie de apuesta magnífica contra el arco iris. Así pues, el sentido radical de la escritura es ser menos que nada, ya que no se escribe en realidad hasta que no se arriesgan los dones. Hasta que no se los destruye, por así decirlo, pues el olvido es la finalidad inconfesada de toda escritura. Y si el olvido no posee una esencia (lo cual resuena en el ámbito de lo inteligible como una especie de jubilosa campanita), ello no hace sino confirmar lo dicho: que quien escribe, se pierde, y que lo que se escribe está perdido de antemano, al abrigo de la desaparición de toda instancia, más allá del horizonte del suceso, donde tiene lugar el ejercicio gratificante del Relato (al que se volverá, sin duda, al que se volverá). Su reino no es de este mundo. Pero por serlo demasiado (todo parece señalar susurrando al centro de la Tierra). El escritor es alguien que “se ha pasado de listo”. Falta en él la consigna prodigiosa que levanta el correlato eficiente frente al tiempo que respira sin fluctuación ni sobresalto en el olvido de la historia. No hay origen ni historia. No hay anécdota ni argumento. Él no puede y así cae en una especie de infinita causalidad en la cuenta no sólo de su abyección sino en el destello constante de la renovación-aproximación al estallido inaudible e inextenso: el Trastorno. Su propia llegada al ser y despedida del ser y ocultamiento-revelación en el cogollito del ser.

Era preciso haber perdido toda esperanza y toda esperanza de esperanza, y haber sido poseído absolutamente por el pánico y por el susurro pavoroso del entreoído cuya vocación es la duda y siempre la duda. (Lo que se oye como la presencia irreal y tangible de lo dudoso, de lo infinitamente dubitable.) Todo aquello debía ser exterminado y lo fue. El ser alcanzó con un gesto horrorizado el centro de su falibilidad evidente (oculta tras la orgullosa despreocupación de la inteligencia), y la sentencia se hizo doble y la mirada se hizo única (el ojo se confundió con el ojo). Y el pánico lo cubrió todo. Y el pensamiento (el corazón) quedó al desnudo.

Ni el ser era lo que parecía, ni había ser alguno que pareciera.


(1994)

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